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Salar de Uyuni

Nos dieron unas señas que parecían inequívocas; tomar la senda central, la que se pierde en el mar blanco del salar y no perder nunca las huellas de los vehículos. Como referencia tendríamos a los primeros km la Isla del Pescado y posteriormente debía aparecer la silueta de Incahuasi.

Los kilómetros se sucedían y las gafas de sol, imprescindibles más que nunca, parecían no poder detener el torrente de luz reflejada de la superficie salina, me empezaba a doler la cabeza. Localizada con facilidad la Isla del Pescado se sucedieron otras que no esperábamos encontrar y, en la lejanía, aún a unos 20 km, flotaba como una visión la silueta de lo que debería ser Incahuasi. Fueron kilómetros de incertidumbre, no estábamos seguros de llegar a buen puerto y en el peor de los casos terminaríamos durmiendo en una roca en mitad de ese océano pálido. Teníamos comida y agua y era asumible, pero desde luego nada apetecible: ¿qué rumbo tendríamos que coger al día siguiente?.
Forzando la vista atisbamos lo que parecían formas artificiales y brillos de cristales, y me recuperé algo del agobio de vernos durmiendo en la nada y teniendo que adivinar el mejor recorrido para salir de allí acertando con la cercanía de alguna población.
Al llegar nos relajamos y disfrutamos de unas de las mejores horas de todo el viaje. Comimos carne de llama, para mí similar a la ternera, y nos alojaron en un pequeño cuarto con unas vistas privilegiadas a ese paraje extraterrestre.

Con la Isla prácticamente vacía, compartimos unos momentos con la familia que allí vive, D. Alfredo, Dña. Bartolina, Moisés, su avispado hijo pequeño, y demás miembros. También con una valiente francesa que viajaba sola con su perrita y que llegó atardeciendo. El coraje de esta joven, que llevaba en ruta más de dos meses completamente sola, es digno de mención.